El futuro desde el corazón y los sentidos de una indígena Embera Katio
Fotografía: Juda Berval
Carla Valencia Martínez
Profesional en Trabajo Social
Estudiante, Maestría en Desarrollo Rural
Universidad Nacional, Costa Rica
Número 5
Publicado: 20 de octubre de 2021
Soy estudiante de segundo trimestre en la Maestría de Desarrollo Rural, de la Universidad Nacional, Costa Rica. Este artículo se piensa, y se escribe, como un ejercicio desarrollado en la clase de Historia Ambiental. Indudablemente, antes de escribir es necesario pensar, analizar y tener una postura crítica. Elaborar pensamientos, elaborar palabras en la mente, luego sacarlas y convertirlas en ideas. Cuando iniciamos con este ejercicio, surgieron un sin número de preguntas sobre qué escribiría, cuál sería un tema útil para ser analizado, vinculado además con el futuro, con una prospección de lo que viene o de lo que esperamos en el tiempo. En este caso en particular, pensar el futuro del campo en Colombia, de la ruralidad y de esos seres-actores que se mueven en ella. Entonces la decisión fue analizar una situación real, cotidiana, y poner el conocimiento en perspectiva de la realidad que nos toca, que nos afecta, que mueve sentidos y emociones.
La situación para analizar estaba allí, todos los días, transitando el camino que va desde mi apartamento hasta mi oficina. Esa situación es la de los indígenas Emberas Katio, desplazados del municipio de Tierralta, en el departamento de Córdoba. Ellos y ellas llevaban, hasta el pasado mes de julio de 2021, alrededor de tres meses viviendo en la calle, en lugares públicos, como el parque o la alameda del río Sinú.
Cabe anotar que, desde abril de 2021, 1946 personas (468 familias), pertenecientes a cerca de 30 comunidades indígenas de tres cabildos (Karagaby, Kamaenka e Iwagadó), en el Resguardo Indígena Emberá Katío del Alto Sinú, y una comunidad campesina de la vereda Naín del municipio de Tierralta (Córdoba), se encuentran en situación de desplazamiento masivo en el parque principal de la ciudad de Montería, departamento de Córdoba, en Colombia. El número de personas desplazadas ha aumentado de manera paulatina con la llegada de más familias.
Adicionalmente, al interior del resguardo, 294 personas (89 familias), ubicadas en las comunidades más alejadas del territorio, fueron desplazadas hacia la comunidad de Zabaletas, a orillas del río Esmeralda, y posteriormente confinadas. Al respecto, entre el 10 y 12 de mayo del año en curso, se realizó una misión humanitaria por parte de la Defensoría del Pueblo y la Procuraduría General de la Nación hacia el resguardo, con el fin de verificar la situación y tomar la declaración por el desplazamiento masivo y confinamiento en la comunidad de Zabaletas. Estos hechos victimizantes se generaron por las afectaciones en la protección de las comunidades y por las restricciones a la movilidad, debido a los continuos combates entre la Fuerza Pública y el Grupo Delictivo Organizado (GDO), con presencia en la zona. En consecuencia, se ha limitado el acceso a bienes y servicios, hay dificultades para el abastecimiento de alimentos, la atención primaria en salud, el acceso a fuentes de agua, entre otros. A lo anterior, se suma la contaminación con minas antipersonales (MAP), lo que impide a la comunidad ejercer sus actividades de caza, pesca y agricultura.
El ejercicio de análisis de mi curso era pensar el futuro del campo, del área rural y me preguntaba: ¿qué pensará esta población indígena, en esta situación, sobre su futuro?, ¿piensan en el futuro?, ¿cómo lo piensan? Pensar en esto, le dio todo sentido a mi ejercicio académico. Y quise realizar un abordaje pequeño, breve, muy sucinto en las almas y mentes de esas mujeres que veo cada día al caminar por la orilla del río. Y así fue como llegué al alma y al corazón de Luz Marina Sapia Domico, mujer indígena, líder comunitaria del Barrio Tundó, del cabildo Iwagadó, en Tierralta. De 37 años, madre de cuatro hijos y de estado civil unión libre.
Pude conseguir llegar a ella por medio de una compañera de mi oficina. El primer acercamiento fue vía telefónica. Me presenté como una funcionaria de la entidad donde laboro, una entidad del Estado Colombiano, adscrita al Ministerio de Agricultura. Le dije que me interesaba tener una conversación con ella. Le pedí que nos conociéramos personalmente y le solicité una reunión. Ella muy amablemente accedió.
Llegó el día del encuentro personal. Ambas llegamos muy puntuales al lugar acordado. Al vernos, nos saludamos muy amablemente. Ambas expresamos y nos ofrecimos una gran sonrisa y un abrazo, a pesar la pandemia, lo cual nos acercó y dispuso el momento. Ella estaba vestida con su atuendo indígena, repleto de mil colores. Muy bella. Le invité a sentarnos en un lugar donde venden jugos. La ciudad donde habito es muy calurosa. La temperatura es muy alta, así que tomar un jugo nos vendría bien a ambas para iniciar nuestra conversación. Era, en ese momento, las diez de la mañana, justo cuando el sol está en su máximo esplendor.
Luz Marina aceptó muy amble mi invitación. Llegamos al lugar, nos sentamos en dos sillas muy cercanas y empezamos a conversar en compañía de un jugo de frutas, a orilla del río. Ella pidió un jugo de níspero y yo, uno de maracuyá, muy fríos. Luego, procedí a contarle el propósito de ese encuentro. Creo que ella pensaba que yo iba a hablarle de algo que tenía que ver con la labor que desempeño. No me lo dijo, pero creo que así fue. Le dije entonces que quería tener una conversación con ella acerca del futuro.
Antes de su respuesta, le conté acerca de mí, de mis estudios, de la Maestría y del curso de Historia Ambiental. Era necesario ubicarla en todo el contexto, en primer lugar. Le pedí, entonces, muy comedidamente que me compartiera qué pensaba ella acerca de ese futuro en el campo, en la zona rural, en sus tierras, esas tierras de las cuales habían sido desplazadas. Le expresé que era importante para mí como mujer conocer qué estaba sintiendo ella y las otras mujeres del cabildo en esta dura situación. Su primera reacción fue de asombro, pero no pasaron muchos minutos para que la conversación se volviera muy nutrida y sin duda interesante. Ella, amable, cortés, abrió su corazón de una muy buena manera; colaboradora, muy cariñosa y sincera.
Ella no habla bien español, pero empezó a decirme lo siguiente: “Mi cultura ha venido siempre sembrando yuca, plátano, arroz, maíz, criando gallinas, marranos y así, esos son mi cultura, siempre y ahora es muy difícil, también este año, ya 2020, 2015, ahí estoy mal y otra vez no puedo estar como estaba antes, y a sembré diferente, cada año, diferente, diferente, mira ahora, estamos acá, sin ninguno conocido, no tenemos con qué comprar ni la liga, comemos arroz solo, pelao, nos enfermamos también” (Entrevista a Luz Marina Sapia, 7 de julio de 2021).
Al realizar la pregunta ¿cómo ven ustedes el futuro?, respondió: “Ahora, el futuro no lo estamos viendo, nada, no es como antes, antes nosotros vivíamos felices. En el año 1995, mi papá me tenía bien, él siempre me mantenía bien, las tres comidas, tres veces al día, pero de ahí ha ido cambiando, ya no es como antes, yo tengo dos veces desplazamiento, a mi papá lo desplazaron del Alto Sinú, se llama Puerto Verde y ya de ahí me tocó salir con mi papá, perdí a mi papá también, a mí me ha tocado duro en mi vida, porque me tocó casarme de catorce años para poder mantenerme y aquí estoy en la lucha” (Entrevista a Luz Marina Sapia, 7 de julio de 2021).
Llevo muchos años trabajando con población víctima del conflicto armado. Y no dejo de sentir mucho dolor, dolor que desgarra al sentir la desesperanza. Y sentir, una vez más, como tantas veces, que no puedo decir nada concreto. Solo aconsejar, motivar, ir por el camino de la participación comunitaria y política, creyendo en el poder del colectivo cuando actúa con base a una conciencia social transformadora. Tomo fuerzas y continuo mi charla con Luz Marina y le pregunto:
¿Ese futuro, no lo ven bueno en el campo? Ella, sin pensarlo, de manera rápida y segura, responde: “No, ahora en el campo no, eso está, muchas violaciones, mucha violencia, entonces, estamos en esa, mira ahora, estamos acá, en el parque, también otra violencia, y ya no pensamos ir pa’ arriba, no” (Entrevista a Luz Marina Sapia, 7 de julio de 2021).
Cuando ella dice ir para arriba, se refiere a la vereda, donde está ubicada su cabildo indígena, a seis horas en Jhonson, por el río, hasta el casco urbano del municipio de Tierralta. El valor del transporte en estas lanchas es de $35000 pesos colombianos y, si necesitan algo que comprar, les cuesta el mandado $20000 pesos colombianos. Por esa razón, para ellos y ellas, es tan importante producir todos sus alimentos y asegurar su alimentación. Luz Marina en su relato me contaba que, antes de que los grupos armados se apoderaran de sus tierras, en la comunidad no se compraba nada. Todo lo que consumían se producía allí.
Insisto nuevamente, para estar segura, ¿entonces no quieren regresar?, ¿retornar allí? Su respuesta es contundente: “No, no, fuimos dos veces desplazados, entonces ya tenemos miedo, entonces, La Minga dice, no se vayan más para allá, de pronto pueda pasar algo, entonces, ya mejor no pensamos ir para allá” (Entrevista a Luz Marina Sapia, 7de julio de 2021).
¿Y, todas las mujeres están pensando igual? “Uno no puede mantener los pelaos, una que tiene 5, 6 y hasta 8 hijos, entonces uno no puede vivir así en el pueblo, entonces las mujeres, muchas quieren ir para la casa, pero así, no pueden ir” (Entrevista a Luz Marina Sapia, 7 de julio de 2021).
El futuro es incierto para estas mujeres y, en general, para estas comunidades indígenas. El territorio rural para ellos constituye la base de sus vidas, no solo espiritual, sino también material, se complementan.
Nuestra conversación fue casi por dos horas. Además de responder a mi pregunta, hablamos de otros temas, del liderazgo en su comunidad, de los jóvenes, de los niños, de la situación actual de las familias de la comunidad. Fue una conversación muy nutrida y enriquecedora. Llegó el medio día y ambas debíamos irnos a continuar nuestros pendientes de sábado. Nos despedimos con la misma energía, empatía y cariño como inició nuestro encuentro y acordamos continuar en contacto.
Luego de esta conversación con Luz Marina, reafirmo que, para las poblaciones indígenas rurales, la tierra es el espacio primordial, que liga a las nuevas generaciones con sus antepasados, en donde se origina su historia ligada a la identidad. La tierra es considerada como aquello que da origen a la vida, por ende, se debe cuidar y proteger, se debe conservar como vital para las generaciones venideras. Por todo ello, se considera que el territorio vincula a los indígenas con el pasado y también con el futuro. Les otorga sentido de unión y de supervivencia en un proceso encadenado de arraigo, identidad y pertenencia.
En ese sentido, el territorio es la base de la reproducción cultural y de la condición integrante de un pueblo que se relaciona directamente con la tierra como medio de sustento. Es allí donde se caza, se recolecta, se cultiva, se crían animales y se dispone de recursos naturales como el agua, la madera, además de los ríos y caminos necesarios para el transporte.
El territorio es base para la organización de la vida social, para el manejo adecuado de los bienes de todos y para lidiar con los conflictos internos. Allí se marcan límites frente a otras sociedades y es el espacio para el fortalecimiento de la autonomía. A la tierra se le debe la propia existencia y por eso hay que cuidarla, de ahí su carácter de propiedad colectiva. Esta relación tan estrecha con la tierra y la naturaleza hace que hasta hoy las demandas principales de los indígenas y sus organizaciones tengan que ver con la tierra y con el territorio rural.
Como parte del ejercicio del curso, debíamos fundamentar nuestro análisis en la pregunta ¿cómo se ve en el año 2040? El presente es tan duro y repleto de múltiples factores, nada positivos, que no puedo preguntarle a Luz Marina o a las otras mujeres de su comunidad cómo se ve en el año 2040. ¿Cómo hacer esa pregunta en medio de un presente en donde la tierra ya no es la protagonista, la dadora de vida? Ya no hay tierra, han sido expulsadas de ella. La violencia política encrudecida y, al parecer sin fin, que vive el país, les coarta la esperanza, la posibilidad de verse o soñarse en un futuro, de pensar a sus generaciones en el futuro con vidas basadas en los significados de sus ancestros. Simplemente, tan sencillo, porque sin tierra, no hay vida..